DE
CONTEMPORÁNEA
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lle de la Tournelle. Aquellas dos personas debían
creerse solas
y
hablaban un poco más alto de lo que
lo hubiesen hecho en lugares frecuentados, ó si se
hubiese¡¡ apercibido de la presencia de un extraño.
Desde el puente las voces anunciaban una disputa
que, por algunas palabras que había oído el
invo~un
tario testigo de esta escena, pareda tener por causa
una cuestión de préstamo de dinero. Al llegar al lado
del paseante, una de las dos personas, vestida como
si fuese un obrero, dejó á la otra haciendo un movi–
miento de desesperación. La otra, al verle
alejara~.
llamó al obrero
y
le dijo:
-No
lleva usted ni un céntimo para volver
á
pasar
el puente. Tenga usted, añadió, entregándole una
moneda,
y
acuérdese, amigo mio, de que siempre
que se nos ocurren buenns pensamientos es el mismo
Dios quien nos los inspira.
Eita última frase hizo estremecer al soñador. El
hombre que hablaba de este modo no sospechaba si–
quiera que, como suele decirse, mataba dos pájaros
de un tiro, ó, lo que es lo mismo, que dirigía sus pa–
labras á dos seres desgraciados: á un industrial deses–
perado
y
á en alma enferma
y
sin brújula, á una
víctima de lo que los carneros de Panurgo llaman el
progreso,
y
á una víctima de lo que Francia llama la
igualdad. Aquella frase, sencilla en si misma, fué
grande por el acento con que la pronunció el que la
decía, cuya voz poseía cierto encanto. (No existen vo–
ces tranquilas, suaves y en armonía con los efectos
que la presencia del personaje produce en nosotros}
Por el traje, el parisiense reconoció á un sacerdete,
y vió á los últimos rayos del crepúsculo un rostro
blanco, angusto, pero estragado. La vista de un sa–
cerdote al salir de la hermosa catedral de San Esteban,
en Viena, pijra ir á llevar la extremaunción á un mo–
ribundo, determinó al célebre autor trágico Werner á
hacerse católico. Lo mismo le sucedió al parisiense al
ver al hombre que, sin saberlo, acababa de consolarle: