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SOllHE LA RE OL CION DE INGLATEHH .
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ola generacion habia pisado el suelo de la Inglaterra sin pronunciar el
nombre
y
ver la imágen del parlamento. La ulla nobleza y el pueblo, los
hidalgos campesinos y los propietarios de las grandes poblaciones, lodos
habian venido de consuno en
1640
no á disputar nuevas conquistas, sino
á
entrar en posesion de su antigua herencia; no á ensayar combinacio–
nes y esperirnentos tan infinitos como vagos del pensamiento humano,
sino á entrar en el goze de derechos tan antiguos como llenos de rea–
lidad.
No habian entrado los reformadores religiosos en el Parlamento lla–
mado el Largo en tiempo de Cárlos I con pretensiones tan legales. La
iglesia episcopal de Inglaterra, tal cual había sido instituida por el de -
potismo caprichoso
y
cruel de Enrique VlII y luego por el despotismo
há–
bil
y
tenaz de Isabel no les convenía, pues segun su modo de ver no era
mas que una reforma incompleta, inconsecuente y comprometida sin ce–
sar por el peligro de retroceder hácia la iglesia católica con la cual con–
servaba demasiadas afinidades; por lo tanto meditaban para la iglesia cris–
tiana de su pais una nueva oonstitucion, una reforma radical. El espíritu
revolucionario es en tales casos mas ardiente, mas franco que cuando la
cuestion se reduce única ó principalmente á reformas pol!ticas. in em–
barg·olos innovadores religiosos no se dejaban enteramente llevar del ca–
pricho de su fantasía : habfanse aferrado á una áncora, regíanse por una
brújula, cuyas indicaciones les inspiraban completa seguridad. El Evan–
gelio era su gran carta; el Evangelio entregado, preciso es confesarlo
á
sus interpretaciones
y
comentario , pero anterior y superior
á
su vo–
luntad y.por eso se humillaban sinceramente
á
pesar de su orgullo ante
ese código que no era obra suya.
Aestas dos garantías de moderacion, que las dos revoluciones na–
cientes encontraron en sus
respect~vos
partidarios, la Providencia añadió
otro favor, y fue el de no verse desde sus primeros pasos condenada á
cometer el error, que no tarda en convertirse en peligro formal, de ata–
car espontáneamente ysin una necesidad
ª'~denle
y
perentoria á un po–
der blando
é
inofensivo. Lejos de eso en Inglaterra fue el poder real el
agresor en Ja épo0a
á
que nos referimos. Cárlos I lleno de altivas preten–
siones, pero sin grande ambician,
y
mas bien para no desmerecer á Jos
ojos de los re es, sus contemporáneos quP, para dominar rudamente
á
su
pueblo, tentó por dos eces establecer el predominio de las máximas
y
prácticas del absolutismo. Primero siendo dominado
á
su vez por un fa–
vori lo frivolo rano, cu a presunluo a incapacidad revugnaba al buen