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DE
CUARESMA.
ba rgo, füe mene.c;ter
aclar~rlo
para acabar de
convenc~r
se los fariseos. Hacen venir al .padre
y
á la madre del cie–
go, les preguntan si aquel es su hijo, si'es verdad que na–
ció ciego ,
y
quién puede haberle abierto los ojos•
. A
los dos pí·imeros artículos responden sin detenerse,
que·aqueljóven era su hijo; que naéla mas cierto que el que
babia nacido ciego : en cuanto al tercero, como el decir que
era Jesus quien lo.había curado, era decir que era el Mesías,
callaron este hecho, temiendo ser maltratados si lo afirma–
ban. ¡Qué pocas veces se ama tanto la verdad que no se la
haga ceder jamás al temor! Quien haya abierto sus ojos, no
lo sabemos nosotros. Preguntádselo á ·él , pues
y~
tiene
edad para poder dar razon de su person,a. Admiremos aquí
la conducta de la Providencia. Dios hace servirá su gloria
la mas negra malicia de sus enemigos. No se creyeron
li–
geramente los milagros de Jesucristo; pues solo se
tú
vieron
por t ales despues de examinados con todas las precaucio–
nes que pudo sugerir la mas maliciosa envidia; de suerte,
que se puede decir que la incredulidad de los fariseos nos
ha quitado á nosotros todo pretexto de ser incrédulos.
Los enemigos del Salvador creyeron que habiendo 'inti–
midado al padre
y
á la. madre, podrían aterrar al hijo,
y
sacar de él un testimonio , que
á
lo menos pudiese dismi–
nuir la estimacion, veneracion y admiracion qué babia pro–
ducido en el público el milagro. Llámanlo, pues, segun–
da vez,
y
le dicen con un tono afable
y
halagüeño: No
puedes honrar
á
Dios de otro modo que confesando la ver–
dad: dinos ingenuC,lmente tbdo cuanto ha hecho contigo ese
que dices ser el autor de tu curacion. Tú no lo conoces, nos–
otros sí,
y
sabemos que es un mal hombre. Si es bueno,
ó
si es malo, respondió el ciego, yo no lo examino ahora.
Vosotros juzgaréis de él como quisiéreis, sois sabios,
y
yo
no lo soy ; pero lo que yo sé,
y
no puedo ocultar, es que
y o era d ego·
y
que ahora veo.
·
i
Y qu é ha hecho contigo ( prosiguiéron )
~
i
cómo te ha
abierto los
ojos~
Confesemos que le cuesta bastante al in–
crédulo querer justificar su incredulidad, no solo á los ojos
del mundo, sino aun
á
los suyos pr9pios. No se busca, cuan–
do se llega
á
este estado, el er alambrados de la verdad,
sino el aquietarse
y
tranquilizarse en el error. Este pobre
hombre,fatigado de tan tas preguntas y repreguntas,les res-
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