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Libro Séptimo

Capítulo XXIX

[...] Bien muchacho, con otros de mi edad, subí mu–

chas veces a la fortaleza, y, con estar ya arruinado

todo el edificio pulido -

digo lo que estaba sobre

la tierra y aun mucho de lo que estaba debajo-,

no osábamos entrar en algunos pedazos de aque–

llas bóvedas que habían quedado, sino hasta donde

alcanzaba la luz del Sol, por no perdernos dentro,

según el miedo que los indios nos ponían.

No supieron hacer bóveda de arco; yendo labran–

do las paredes, dejaban para los soterraños unos

canecillos de piedra, sobre los cuales echaban, en

lugar de vigas, piedras largas, labradas a todas seis

haces, muy ajustadas, que alcanzaban de una pa–

red a otra. Todo aquel gran edificio de la fortaleza

fué de cantería pulida y cantería tosca, ricamente

labrada, con mucho primor, donde mostraron los

Incas lo que supieron y pudieron, con deseo que la

obra se aventajase en artificio y grandeza a todas

las demás que hasta allí habían hecho, para que

fuese trofeo de sus trofeos, y así fué el último dellos,

porque pocos años después que se acabó entraron

los españoles en aquel Imperio y atajaron otros tan

grandes que se iban haciendo.

Entendieron cuatro maestros mayores en la fá–

brica de aquella fortaleza. El primero y principal,

a quien atribuyen la traza de la obra, fue Huallpa

Rimachi Inca, y para decir que era el principal le añi-

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