podían entrar en aquella fortaleza, porque era casa del
sol, de armas y guerra, como lo era
el
templo, de oración
y sacrificios. Tenía su capitán general como alcaide;
había de ser de la sangre real y de los legítimos
el
cual
t enía sus tenientes y ministros, para cada ministerio
el
suyo; para la milicia de los soldados, para
la
provisión
de los bastimentos, para la limpieza y policía de las ar–
mas, para
el
vestido y calzado que había de depósito para
la gente de guarnición que en la fortaleza había.
Debajo de los torreones había labrado debajo de tierra
o_tro tanto como encima; pasaban las bóvedas de un
t orreón a otro, por las cuales se comunicaban los torreo–
nes t an bien como
p.orcima. En aquellos soterraños
mostraron grande artificio : estaban labrados con tantas
calles y callejas, que cruzaban de una parte a otra, con
vueltas y revueltas, y tantas puertas, unas en contra de
otras, y todas de ua t amaño, que a poco trecho que en–
traban en el laberinto perdían
el
tino, y no acertaban
a salir; y aun los muy prácticos no osaban entrar sin
guí a, la cual había de ser un ovillo de hilo grueso; que
al entrar dejaban atado a la puerta para salir guiándose
por
él.
Bien muchacho, con otros de mi edad, subí mu–
chas veces
z,
la fortaleza, y con estar ya arruinado todo
el edificio pulido, digo lo que estaba sobre la tierra, y
aun mucho de lo que estaba debajo, no osábamos entrar
en algunos pedazos de aquellas bóvedas, que habían que–
dado, sino hasta donde alcanzaba la luz del sol, por no
perdernos dentro, según el miedo que los indios nos
ponían.
No supieron hacer bóveda de arco. Yendo labrando
las paredes dejaban para los soterraños, unos canecillos
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