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parse ni poco ni mucho de su negocio. Cada tende–
jón ha sacado sus trapos a la calle; cada pulpería
se insinúa con su mesa al aire libre
y
en la varíe·
dad llamativa de sus lico,res. Esta vieja ha impro–
visado un merendero de picantes, tortas fritas
y
aguamiel.
.Aquella mocetona, entrada en carnes,
guapa
y.
bien vestida, plumerea, cachazudamente,
sll
mostrador cuajado de alfeñiques, roscas de chuño
y
mazapán. Oruzan dos buhoneros de tipo darda–
nario, con su parihuela atestada de baratijas. Y
no puedo menos que dejarme llevar, por asociación
de ideas, al siglo
legendaJrio de .España, cuando
Juan de .Austria abatía el monopolio de los tur·
cos. Sicilia, Nápoles, las Baleares, las mismas cos–
tas levantinas, asoladas por lo.s bajeles musulma–
n,es; T íp0o · la plaza fuerte de los Ca,balleros de
Malt
~
·o a garra berberisca de Draguth el P'i–
rata, el
es
t
e de Gelbes. . . . . Por fin, Lepan–
to, sacudí
do el vigor de la raza sobre la hipo–
con ría
onacal de Felipe .....
:uélgome en ve,rdad, de e tas apuntaciones d<r
minicales; pero a fuer de franco, debo decir que la
nota indígena fué el señuelo que me acercó a la fe–
ria.
.Al
indio del altiplano le conozco a través de
mis viajes por tierras de Potosí, de Oruro
y
de La
Paz; en sus montañas, en sus sembríos, en sus ata–
jos; por el vagar de sus recuas
y
por el sentimiento
de sus flautas; en la posta perdida del camino
y
en el pastoreo trashumante de sus rebaños. Desea–
ba, en definitiva, orientar mis observaciones en el
sentido de escrutar
y
definir todo el españolismo
perdurable que ha podido trabajar el alma autócto–
na, arisca, pero inteligente
y
sentimental. Y la pla–
zuela, donde el hervidero indígena se impone como