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de Baltasar del Alcázar, que solía inflamar en
J
e
ús
su corazón ?
En
vagaroso errar por el huerto divino, hubiese
llegado por fin a la senda florida donde creció esta
rama de laurel. Sonaba en mis oídos el trémolo de
un florilegio igual. . .
¡,En
qué romancero espiri–
tual he leído ¡oh Dios! estos cantares? ... ¿Pero a
qué extraviarme en los sotos del bo que, si puedo
recurrir al arrchivo viviente de la hermandad? ...
Y acudo a los infolios de la casa, a los eremitas
viejos, a todo lo que me pudiera hablar de esta
evangelizante advocación.
Or o 1
ran patio, dormido en la armonía de
la sole ad
de la luz. E1l eco
e mi pasos despier–
ta la triste-za conv ntual. Ifuyen los gorriones. De
una /encru ijada oscura, que va al segundo patio,
se desprende una ombra. ·E·s
un
lego anciano, en–
juto, pequeñito, tembloToso. Se me ocurre un após–
tol octogenario, lleno de sabiduría y de bondad, que
acaba de desprenderse de su retablo para ofrecer
la sagrada eucaristía. Oon pasitos cortos, inciertos
como los de un niño, me precede hasta la celda del
prior y se retira.
R-eduzco el diálogo con mi interJocutor. La im–
presión emotiva, sutil, llena de ascetismo, que aca–
baba de dejarme el anciano, choca con la fortaleza
vital del prior, que proclama bien llevado sedenta–
rismo y vigorosa asimilación. . . Ea hace treint31
años que chancletea sus sandalias por el claustro,
pero "nada sabe de estas antiguallas".