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la interminable cola de wagones que la

siguen.

Y allá debajo, el río, como jugando en

su lecho irregular, rompe sus pequeñas

olas &obre los enormes pedregones que se

interponen a su paso, o al son del alegre

murmullo que produce la corriente, pare–

ce que las aguas danzaran, formando de

trecho en trecho pequeños remolinos, pa–

ra seguir luego a saltos en su eterna al–

gazara..

Algunas pequeñas casitas de adobes

y

de piedra., con sus rústicos techados de

cardones, completan el paisaje, destacán–

dose, como si fuera un palacio entre esas

pobres construcciones, la vieja casa de

corte colonial, que

fué

de propiedad de

Doña Ana de Sorich.

Este curioso ejemt>lar austriaco, era

una vieja alta, musculosa, de ademanes

resuelt0s

y

de mirada penetrante. En su

media lengua hablaba siempre del pró–

jimo, trátando de hacer resaltar los de–

fectos reales o imaginarios de los demás,

como si quisiera así justificar sus propios