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donde se instalaban, formando cuadro, las
improvisadas y etereogéneas tiendas de
campaña.
Durante la tarde, las familias paseaban
en carruajes, convirtiendo La Tablada en
un pequeño Palermo con su corso habi–
tual; pero al aproximarse la oración, la
aristocracia jujeña se retiraba a sus ca–
sas, cediendo el campo al elemento alegre
que, transformaba el silencio de tumba de
las carpas en animada algazara.
Desde esa liora, hasta rayar el día,
afluían sin cesar, Dios sabe de donde, co-
-mo formando interminable caravana,
hombrEs
y
mujeres del bajo pueblo, entr e
los que no faltaban, por supuesto, las pa–
rejas de ébrios que, recorriendo de carpa
en carpa los despachos de bebidas, escan–
ciaban con un placer indescriptible el fa–
moso "morao'', "chicha" "miztela" y cer–
veza.
La concurrencia, dividida en dos o tres
bandos, empezaba la fiesta.
Los jugadores de pinta, se agrupaban
de pié, alrededor de una pequeña mesa,