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chos habitados. El leve humear del escaso

fuego, frente a la puerta, no era el zahu–

merio de ofrenda al ser supremo: era el

humo de la rústica cocina en donde un ser

viviente, una mujer sentada sobre sus ta–

lones, movía despacio, con una varilla de

madera, el contenido de una ollita de ba–

lTO,

en la que hervía una especie de pu–

chero consistente en algunos granos de

maiz, habas

y

un trozo pequeño de carne

de cabra o de guanaco, que como en dan–

za macabra se revolvían en el abundante

líquido en ebullición.

A pocos pasos de distancia, dos o tres

chicuelos semidesnudos jugaban en tierra

y,

en su incipiente gerigonza, trataba el

mas pequeño de balbucear las primeras

palabras en idioma quechua. Era pues

aquello un reducido montón de seres vi–

vientes.

Un puñado de hojas de coca, algunos

cigarrillos

y

un poco de aguardiente con

que obsequiamos a los hombres de la al–

dea, nos libró sin saberlo de un mal rato