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HORACIO H. URTEAGA

de la parroquia de indios tocaban llamada de fieles, y zahu–

madores y mistureros corrían al templo conduciendo flores

y cera. A poco desfilaba el viático acompañado del vecindario

que acudía numeroso a la casa de la viuda, que se hallaba en

sus últimos momentos.

Cuando penetró el

acerdote a la cámara de la enferma,

las gentes pudieron ver con sorpresa que doña Jordana había

encanecido en 48 horas y que su cuerpo, antes robusto, se ofre–

cía escuálido y macilento. Sus ojos, turbios ya con la agonía,

miraban fijamente al sacerdote que solemnemente formulaba

la profesión de

fe,

a la que contestaba la enferma con firmeza.

Sí creo, sí.creo

!

-

¿

Perdonas a tus enemigos

? -

exclamó el sacerdote.

-

Han tenido razón en serlo, padre mío, que me perdo-

nen a mí, exclamó doña Jordana con una voz melancólica y

pausada.

-

Perdonadla, exclamó el sacerdote volviendo hacia la

multitud, que se arrodillaba contrita y espantada.

-

La perdonamos en nombre de Dios, dijeron todos so-

llozando...... .

Cuando el sacerdote concluyó el oficio y dió a la ·enferma el

pan eucarístico, ésta se incorporó con trabajo, tendió una mi–

rada de gratitud a las que lloraban en su contorno, y expiró.

Nadie supo de qué mal murió la juzgavidas; pero andan–

do el tiempo, corría en la ciudad la tradición que llegó hasta

mí y que seguramente ha servido, en el trascurso de los si–

glos, de ejemplo y correctivo de murmuradores y chismo–

sas. Dice así :

Atisbaba doña Jordana una noche desde sus ventanas lo

que ocurría en las casas de sus vecinos, cuando vió que de

lejos y por la espalda de la iglesia de San Antonio (hoy San

Francisco ) , desfilaba una procesión, al toque de una música

fúnebre. Estupefacta la viuda no atinaba a explicarse se–

mejante acontecimiento religioso, que ni se había anuncia–

do ni coinciclia con fiesta en el calendario. Sus ojos miraban

atónitos la marcha de los fieles que avanzaban por su calle;

pronto distinguió las blancas vestiduras de los devotos, que

empuñaban gruesos cirios que producían llamas azuladas, y

por fin unas andas formadas por ban·otes negros que soste-