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RICARDO ROJAS

una dulzura de silvestres aro1nas ; y de esta suerte lo

fugaz con lo eterno se unía en el misterio del solitario

monte, donde la fuerte ancianidad que era su leña con–

taba por centurias los otoños que año tras año lo des–

pojaban de verdor ...

Tal era el paraje, donde al caer aquella tarde, acam–

para la coluinna de Conquistadores, á cuyo frente

venía el Capitán don Diego de Roxas. Habíanse detenido

en ese mon le, como la noche de la víspera marcharan

por él, á ver si despistaban

á

las escuchas aborígenes,

que, según ve

sospechas, les acechaban por el

flanco desde q

die on el país. Quedaban ya á su

espalda, la o

oncho de los Diaguitas y más

lejos la Capayán supersticiosa, dispersa en los alcores

de los valles andinos. Ahora llegaban á los llanos fron–

dosos donde habitaban lo.s Juris, seminómades y gue–

rreros. Aquí se hacían los caminos más arduos, y á favor

de los bosques, el enemigo se tornaba in visible. El

ámbito perdía su frescura; sus perspectivas el paisaje;

y hasta los mismos elementos, -

seca la tierra, el aire

abrasador, -

parecían confabularse con el indio nativo

para resistir á lqs bravos aventureros.

Ya dominado el Cuzco por Pizarro, aquel puñado de

hombres bajaba del Perú, con trazas de salir al otro

océano, atravesando medio continente. Lo ignoto de

las comarcas descubiertas, ·suprimía toda noción de las