pelón. Pero Liborio, siempre airoso aun en
los más apurados lances. Ni más ni menos
que un dominguillo, poníase derecho antes
de que acabara de revolcarlo. Limpio de
polvo y d·e rasguños. ¡Y siga la faena!
Para hacer más completa la historia, sé–
pase que Liborio hasta se gastaba un
acó~
lito de plaza. Servíale de chulo el "Kjolo
Marianito", peón del chiquero, flaco y exi–
guo como son los diestros que se estiman,
que compartía con él los favores de la
galería.
¡Quién volviera a aquellos tiempos!
SIMóN, 1\IAESTRO DE AGUAS
Extraordinario privilegio el de este hom–
bre. Sabiduría, si Uds. lo prefieren. Lleva
en su memoria la red íntegra d·e cañerías
de agua potable de La Paz. Mucho mejor
que en un plano sobre papel milimetrado.
Nadie se extrañe de que hablemos en pre–
sente. Es porque Simón pertenece todavía
a este mundo, aunque muy achacoso ya y
lleno. de goteras.
Ni.nguno como él para' s-eñalar con cer–
teza envidiable, el sitio exacto por donde
circulan tuberías enterradas hace más de
medi,p siglo. ¡Un
luj~,
señores!
¿Se trata, v.g., de cambiar un trozo de
cañería, de arrancarle una derivación, de
reparar algún estropicio? Pues llamen a
Simón, el maestro de aguas, más conocido
que la ruda en la ciudad. Allá va él. Silen–
cioso, un poco taciturno, como debieran ser
los hombres que llevan algo importante en
los sesos, con la gravedad de un rabdoman–
te. Arrima ceremoniosamente la ya curvada
espalda contra el muro de una casa. Mejor
si es de las construídas cuando él contaba
años mozos. Pasea una mirada inquisitiva
por el adoquinado. Y luego tantos pasos
al fr·ente y tantos a la derecha o a la
IZ–
quierda. Y no hace falta más. Porque ya
halló el sitio buscado.
"Aquí e.s", afirma, señalando con la va–
rilla mágica de su retorcido índice.
Abren el Sitlo,
y
allí es, en efecto. Y
que no le vengan con winchas, teodolitos y
demás cachivaches inventados para perder
el tiempo. ¡Con aparatitos a él! ... ¡A él,
que es un mapa viviente y capaz de dejar
sin respuesta al más pintado de los inge–
nieros!
Y después dirán que Simón no es perso–
naje digno de historia.
ADRIANITA
¡Adrianita! . . . La voz del viandante la
acaricia entre bromas y veras, añadiendo
alguna chuscada a guisa de piropo. Ella
retruca en el acto, con un desenfado sin
igual, en el mismo tono y con idénticas in–
tenciones. Eso sí, sin perder el señorío fren–
te a los hombres groseros, a quienes suele
plantar con causticidades capaces de en–
rojecer las orejas a un pollino.
Y luego de blanquear los ojos y hacer
un envidiable mohín abrileño, prosigue su
rítmico taconeo y el donairoso movimiento
de sus cad·eras, .con las manos graciosamen-
'
te apoyadas en el puño de un quitasol an-
tañón.
j
Qué forastero recién llegado no desea
conocerla! Es la nota pintoresca de La Paz.
Ni las llamas, ni el poncho del indio ni los
. monolitos de Tiahuanacu atraen como ella.
Garbosa, llena de perifollos y colorines
que se ríen de la estética y de las modas;
con unas cejas tan abundantes que semejan
mostachos árabes; chorreándole el berme–
llón de las mejillas y la sal de todo el cuer–
po; y luego unos aires. . . ¿Quién habló
de la Perricholi? ¡Insípida!
De lejos, se diría una muchachita pizpi–
reta y coqueta, vivaz y pitorrera, que salió
a alegrar estas calles de Dios y recoger el
homenaj-e que le deben todos los hombres.
Y pasa, ¡hay que verla!, levantando polvo,
repartiendo sonrisas que cautivan, ilumi–
nando la calle Comercio con la luz de sus
.
.
mmensos OJOS ...
Pero la realidad es otra, y duele decirlo.