acordaron del santo favorito. Saldría a in–
vocarlo la esposa de Pedro: una chola hue·
na moza también, algo .entradita en carnes.
Aquel día, que era fiesta de guardar, iba
ataviada con lo mejor de su atuendo. Pura
seda y muchas joyas. Segura de sus privan·
zas en el ánimo de San Nicolás, atravesó
el
patio y penetró en el corral, lLevando
unos panecillos benditos, cuyas virtudes so–
brenaturales habrían de amainar las turbu–
lencias del enloquecido Choqueyapu. Pero
apenas echara los panes y llamara en su
auxilio al santo ... ¡Oh, Dios! ... El suelo
se hundió bajo sus pies. Y todo terminó
en un abrir y cerrar de ojos. El cadáver de
la mujer sería hallado, días más tarde, a
varias leguas de La Paz.
Pese a lo rudo e injusto d-el golpe, Pedro
no perdió la fe. Pero quedó hondamente
resentido para su santo patrono. Y a partir
de aquel trágico suceso, sus célebres cur–
vas abdominales fueron rectific.ándose, has–
ta que no quedó de ellas sino la tradición.
"EL CIEGO PEDRO"
Músico del pueblo. El último harpista
de
La
Paz. Alto, desgarbado, de harba y
cabellos nevados; de rostro triste, que las
cuencas vacías hacían más impresionante.
Envolvíase en una mal venida capa espa–
ñola, que le daba ciertos air·es de un ca–
ballero en la cuesta de sus desgracias.
Su silueta de bohemio nocharniego era
familiar en los densos barrios de Churuham–
ha, Chocata, Challapampa y Caja del Agua.
Barrios del pueblo, amantes d·el jaleo y los
zapateados.
Allí donde hubiera una fiesta religiosa
o profana -alferado, serenata, boda o bau–
tizo-, allí estaban él, su harpa y su laza–
rillo. Los tres, inseparables. Llegaban en
silencio al iniciarse er jolgorio y se iban
de la misma suerte, al anunciarse las tur–
bias luces de la
amaned.da. Callados como
fantasmas. Después de haber puesto un rit–
mo retozón de cuecas y huañitos en el al–
ma y los pies d·e la gente fiestera.
Nadie supo cuándÓ
~istió
la mortaja. Su
ausencia fué advertida por cada familia
solamente cuando, preparado el convite, sa–
lían en pos del músico. Para
entonces~
Dios
le había acogido ya en su seno.
Por suerte para él, el popular músico
partió de ·este mundo mucho antes de que
el gramófono y la radio llenaran con sus
rezongos las calles de La Paz.
"PINTO LIMACHI"
Viejo bohemio. Borrachín empedernido.
Llevaba un ojo parchado, a la manera de
esos cascarones empleados en los carnava–
les de antigua usanza. La prenda más res–
petable y tetnible de su esmirriado orga–
nismo era su lengua. Y a fe que la tenía
muy bien puesta. Aristosa, desvergonzada
y mordaz. Solía esgrimirla con la agilidad
de un floretista consumado. Quien se pu–
siera a su alcance, corría el riesgo de pasar
un rato muy malo. Porque "Pinto
Lim~chi",
para despacharse a su talante, tenía que
hacerlo en público y sobre seguro. Como
todo hombre vicioso de popularidad.
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