seían haciendas en Río Abajo, Caracato,
Sapahaqui y Luribay, donde iban a gozar
del buen clif!la y de la fruta tan variada y
abundante que habían conseguido hacer
producir. Muchas familias vivían allí la
mitad del año. La Paz progresaba, aunque
a paso l·ento. En esa época, el relojero ir–
land~s
Cristóbal Arcaído colocó un gran
reloj público en la plaza mayor. Cuenta
don Manuel Vicente Ballivián, en su Mono–
grafía de La Paz, que en esos años había
tanto oro en el suelo de la ciudad, que en
la calle de los Predicadores, fr.ente a la
iglesia de Santo Domingo, en los días de
lluvia salían los vecinos con sus
chúas
para
lavar el rico metal que bajaba arrastrado
por las aguas.
En 1800 y comienzos del siglo XIX, las
calles se trazaron hasta Santa Bárbara, por
la parte alta de la ciudad, y por abajo hasta
el campo de las carreras, que luego sería
la Alameda; pero habían todavía grandes
claros entre casa y casa, que servían de
campos de cultivo y de corrales.
LA ALAMEDA Y EL GOBERNADOR SÁNCHEZ LIMA
Malos tiempos .pasó la ciudad en el siglo
XVIII: el sangriento asedio de La Paz por
los caudillos indígenas Tupac Catari y
Tupac Amaru, saqueos, asesinatos, fusila–
mientos en masa en la plaza mayor, ham–
brunas y pestes. Así las cosas, el virrey Pe–
zuela, apiadado de la población paceña,
envió como gobernador a don Juan Sánchez
Lima, natural de Extremadura, cuyo nom–
bre lleva hoy una de las principales calles
de Sopocachi.
Sánchez Lima se propuso hacer olvidar a
la población el recuerdo de los crímenes
cometidos por Ricafort y Carratalá. Era
bondadoso, alegre, expansivo y enamorado.
Emprendió, entusiasta, el trabajo de la Ala–
meda, en el antiguo campo de las carreras,
situado al sudoeste de la ciudad, hoy ave–
nida 16 de Julio, entregando la dirección
de la obra al ingeniero Francisco Sancris-
tóbal. Era el año 1817. Su plan consistía
en seguir hasta el pie del montículo de So–
pocachi, cortando diagonalmente d valle
entonces habitado por indígenas y dedica–
do a cultivos, donde algunos españoles y
criollos tenían muy modestas chacarillas;
pero no se pudo realizar, y la Alameda fué
trazada únicamente en lo que era el campo
de carreras, sobre una explanada de 542
metros de largo y 36 de ancho, proyectán–
dola con cinco avenidas Las dos extremas,
dedicadas a los paseantes d·e a caballo y
las otras, para los peatones. Muy pronto se
convirtió aquello en una bóveda verde con
la tupida fronda de los árboles que se traje–
ron de las haciendas de Río Abajo, convir–
tiéndose la Alameda en el paseo favorito
de los paceños. Sauces coposos de enormes
ramas, manzanos que producían sabrosos
frutos, eucaliptos que purificaban el aire
con su aroma, arrayanes, rosas silvestres
que perfumaban el ambiente, daban a este
hermoso paseo un aspecto de tranquilidad
y sosiego. Allí iban diariamente las fami–
lias de La Paz.
Sánchez Lima mandó colocar al centro
de la Alameda la fuente de berenguela que
se hallaba en la
pl~za
mayor, sustituyéndo–
la, a su vez en dicho sitio, con la que se
encontraba en el claustro del convento de
los Jesuítas. Muchos años después, a fines
dd siglo XIX, fué cambiada la fuente de
la Alameda por un gran estanque de for–
ma oval, que los paseantes llamaban "el
laguito", al que se rodeó de una reja de
hierro pintada de verde.
Lo
poblaron de
una variedad de patos del lago Titicaca y
de peces de colores. Un bote de fierro,
muy grande para el estanque, hacía las
delicias de los paseantes. También se ador–
nó la Alameda con algunos animales, co–
mo av·estruces y pavos reales. Dos delga–
das columnas de piedra que se colocaron
en la Avenida Central, rodeadas también
de una reja de hierro, sostenían los bus–
tos de Eduardo Abaroa y José Ballivián.
Al final, y cerrando el paso a lo que es
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