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hoy la plaza del Estudiante, levantaron

grandes arcos de piedra, con galerías don–

de se descansaba para contemplar la pers–

pectiva de la hermosa avenida.

La Alameda era el paseo de los enamo–

rados y también de los altos y graves

personaJes.

Daniel Sánchez Bustamante, refiere es–

to de don Mariano Baptista: "solía yo

verle en mis andanzas y lecturas de estu–

diante en la Alameda de La Paz. Fresca y

radiante la mañana primaveral. Bajaba el

prócer, blandamente, sin ninguna compa–

ñía por entre las estr·echas atildadas ave–

nidas de guindos en flor, retamas doradas,

ocihuaras

de plata, acacias silvestres y ro–

sas color de manzana. Era el ministro de

Relaciones Exteriores del Gobierno Arce.

A menudo se detenía, al frente de una plan–

ta florida, y caían sus ojos sobre ella en

caricia prolongada. Con frecuencia suspen–

día el paso y dirigía la mirada hacia lo más

grandioso que de allí se divisa, el sin par

Illimani, y la mirada se quedaba sobre la

nieve que en el cielo azul se dibuja, o me–

jor dicho corta, esos ángulos fantásticos de

diosa yacente, cubierta de .altura. Y siem–

pre se estacionaba al frente de la acequia

d·e riego que cruzaba la Alameda, rumo–

reando por la pendiente y ocultándose al fin

en un canal perdido en el suelo. Allí Baptis–

ta escuchaba largos momentos el canto vaga–

bundo del agua, y sus ojos embelesados re–

cogían imágenes irisadas ·en los tumbos y

travesuras del manantial".

Cerrada la Alameda a la caída de la

tarde, echando llave a sus pesadas puertas

de hierro, nadie podía ya entrar en ella, y

los que quedaban dentro tenían que hacer

prodigios para salir. Lo hacían por "la vía

de San Pedro", trepa':ldo por los interiores

de las casas. La única- que allí se construyó

fué la de Don Ramón"'Ballivián, que la ad–

quirió después don Manuel Vicente, a quie–

nes los consideraban lqcos porque se fueron

a vivir tan lejos.

UN EPISODIO

SENTI~IENTAL

Casi no hay tradiciones románticas en La

Paz. Son poquísimas. En los recuerdos de

la vieja y tranquila ciudad colonial o de

la urbe revolucionaria, que surge activa y

potente en los últimos años de la época re–

publicana, son tan escasos los episodios

sentimentales como en las áridas tierras de

la puna las flores silvestres. No hay Quin–

tralas como en Santiago, ni Perricholis co–

mo en la Lima. Apenas surge vagamente

esfumado, el recuerdo de la bella María

Pilar Cruzado, llamada la Murciana, que

oculta el amor del gobernador Sánchez Li–

ma en la quinta que fué el "Obraje de los

Jesuítas" y, después, residencia de gober–

nador·es e intendentes de La Paz. Originan

estas relaciones el trabajo del primer puen–

te sobre el

Orcohahuira

y el del camino por

la cuesta de Karani, del valle de San Isidro

de Potopoto, actual Miraflores. El galante

gohernador animó mucho tiempo las cró–

nicas de La Paz . y de la villa del Obraje.

Cierto día, la hermosa Murciana, en una

de las co.ntadas veces que viniera a la ciu–

dad, se cayó del caballo al pasar el río

Orcohahuira.

Sánchez Lima desmonta del

suyo en mitad del torre:nte para -salvar a su

amada, y e:p. respuesta a las cálidas frases

de gratitud que ella le expresa, le dice

in–

clinándose cortésmente con el sombrero

d·e anchas alas en la mano: "Señora, Espa-

-

,,,

na y yo, somos as1 .

LOS "CATOS" O MERCADOS INDíGENAS

En el segundo siglo de existencia, La

Paz había tomado bastante impulso y su

población se calculaba, el año

1780,

en

53.000

habitantes. El comercio tenía más

animación. Los famosos "catos". mercados

indígenas, se habían instalado alrededor

de la plaza mayor, cuyas calles de ingreso

tomaban los nombres de las ventas que se

realizaban allí. La calle que venía del

cho–

ro

de Santa Bárbara, se llamaba

.Zagua-cato

(mercado de .leña) ; la que bajaba de la

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