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Pocos, muy pocos, cada vez mas pocos, conservan alguna tradici6n
desmenuzada y empequefiecida. Son los viejos, los abuelos, los que
aman su terrufio, los pobres r ezagados que adoran en su choza,
en sus llamas, en sus punas, en sus nieves. Los demas, atraidos p0r
la ciudad, abandonan su lar, descienden a la urbe, se precipitan
en sus fauces que los traga y transfigura: son empleados, · nego–
ciantes, vendedores, sirvientes, mozos de hotel, barredores, solda–
dos, choferes.
El prosaismo de la vida los ha vencido. La civilizaci6n l es ha
impuesto urgencias de ini:iiediato materialismo. Apenas si guardan,
y de vez en cuando r epiten-mientras todavia no se adaptan,–
algun yaravi doliente o un
huainito
cadencioso e insinuante. Pero ..
concluyen por olvidarlo y por olvidar su propia l1mgua.
El Cancionero limefio les brinda tangos y valses, rumbas y pasi–
llos que cada dia, entre las mil trasmisiones, les ofrece la radio.
Raza de luminosa historia, al presente corresponde un deber:
velar por e.l pasado. Somos depositarios de ese cofre maravilloso,
no bien descubierto todavia. Con la mirada atenta y la mano cau–
ta, con fervor en el espiritu y simpatia en el coraz6n, ahondemos
la busqueda de secretos tesoros, ocultos aun, en lo rec6ndito de
ese fondo inmensurable.