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trajes que usaron nuestras madres, qúe
fueron sin duda alguna más argentinas
que nosotros; de esos vaporosos vestidos
de tela barata, pero albos como las neva–
das cumbres de nuestras montañas: ves–
tidos que al pasar, adornando las bellezas
de esos juveniles rostros frescos y son–
rientes, ·nos hablan tanto al alma, nos pa–
recen tan nuestros, tan criollos, tan ar–
gentinos, como si fuera el paño blanco de
nuestra bandera, que marcha con su sol
bajado de los cielos en donde queda el
azul, su complemento.
En el recodo de la inmensa quebrada,
recostándose sobre la falda del cerro, allí
está Tilcara, graciosa, coqueta, como la
niña mimada y traviesa que, acurrucán–
dose sobre el extremo del lujoso diván,
quiere
Etff
descubierta de improviso.
Desde la playa del Río Grande y, mejor
aún, desde la;
te.stac~ón
del Ferrocarria
Central Norte, se domina el paisaje de
una fisonomía incomparable, tal vez úni–
ca en nuestro país. Las blanqueadas to–
rres de la iglesia
y
las casas alineadas en