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HORAClO H. URTEAGA

viajero atraviesa por entre las ruinas de la antigua opulenta

Villa, donde los montes de algarrobo crecen de modo exube–

rante,

y

admira la suntuosidad de los antiguos santuarios

cuyos restos atestiguan la

fe

ascendrada de nuestros padres

y Ja cuantiosid:ad de las dádivas para el culto. Existían los

conventos de San Francisco, San Joaquín, Nuestra Señora

de Jas Mercedes, San Juan de Dios y Santa Lucía, parro–

quia de los naturales, y templos como San Agustín, Santo

Toribio y la Matriz, cuyas ruinas se muestran todavía.

Contemplando la majestad de los edificios, los restos de

la opulenta Villa, centro de una población engreída y rica,

y la humildad del río que corre cerca, tiene nuestra imagi–

nación que hacer un poderoso esfuerzo para reconstruir Ja

escena del horroroso cataclismo de 1720, que hizo salir de su

lecho al manso arroyo, y levantó sus aguas de tal modo, que

anaf;ando

implacable

las viviendas humanas, convirtió el

asiento de la ciudad en Jugar siniestro y en imposible habita–

ción del hombre.