BOCETOS HISTÓRICOS
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el bien y la civilización; en medio de los suyos, que eran los
pobres, los humildes, los desheredados para quienes había te–
nido durante su vida piedad y compasión infinitas, caridad
sin límites y el amor que Cristo recomendó a los pastores del
gran rebaño.
Su obra sobre la tierra había terminado, y empezaba su
apoteósis. Después de él, modelo del apóstol y del héroe, la
Iglesia cristiana del Perú no se vió ya huérfana, tenía una
luz y un guía: la vida y la acción del gran apóstol.
Saña fué fundada en 1563 por disposición del Virrey
don Diego de Acevedo y Zúñiga, Conde de
ieva. Fué su
primitivo nombre Santiago de Miraflores y se asentó en un
partido de indios yungas, que. tenía el nombre. de Saña. Pro–
bablemente, la estancia de indios existió desde época remo–
ta: la exuberancia del valle atrajo pobladores, pues las an–
tiguas tPadiciones afirman que los fundadores de Lambaye–
que, Collique y Cinto, se establecieron también en Saña y
Mocupe , desde los más remotos tiempos. El Conde de Nie–
va, al fundar Saña, apenas hizo otra cosa que dar título ofi–
cial de Villa a un centro poblado, y establecer un cabildo pa–
ra el régimen de la ciudad.
Prosperó ésta rápidamente y
llegó a ser capital desde 1563 con los pueblos que formaban
el corregimiento de su nombre. Sa avecindaron familias es–
pañolas, nobles y ricas, y la piedad elevó magníficos templos
para el servicio del culto. Pero un sino fatal perseguí-a a la
rica y populosa Villa. Cuando Eduardo Dewid, el corsario,
asolaba las costas del Virreinato, desembarcando en Chérre–
pe se lanzó sobre Saña indefensa, y la saqueó durante siete
días.
Salido el corsario, los habitantes de Saña, aterrados,
resolvieron abandonarla para establecerse en Lambayeque.
Después de treintaicuatro años, Saña, gracias a las ri–
quezas de su suelo volvía a prosperar, cuando otro cataclis–
mo más terrible la borró para siempre de la historia. El hu–
milde río que corre cerca de la ciudad, aumentó sus aguas cíe
modo extraordinario, y en la noche del 15 de marzo de 1720
inundó la población, a las cuatro horas, quedando arrasada
y destruída. Casas particulares y templos se derrumbaron y
la habitación se hizo en ella ya imposible; se miró el sinies–
tro como castigo del cielo,
y
el lugar como maldito. Hoy, el