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RICARDO ROJAS
por la propia carne donde muerde su filo. De tanto en
tanto, un rayo del astro moribundo, transponiendo fur–
tivo la maraña, resplandecía en ellas, como brilló en
los sables arcaicos, sobre los ejércitos de la muerte.
Me sentí hermano · de uno de aquellos hombres, y
caminé en su pos. Vagabundeando por el bosque, la
inteligencia no se hubiese cansado de ver, ni el alma de
oir, pero mi túnica se rompía en los ramajes y la senda
hería ya mis plantas de peregrino. Ardiente en la fiebre
de insólitas revelaciones, el espíritu mío olvidaba la
noción de las horas, pero la carne fatigada me exigía
reposo.
Caminando
al
.rza1a,
llegué
á
tal sitio donde un árbol
Jno e 1orrne
c~dáver.
Las numerosas,
a1::n
rtajaban en mustio verdor. Su
unida
á
la sugestión del crepúsculo
y
á
la paz funeraria del instante, me infundieron cierta
an1argura ante aquellos despojos de un consanguíneo
predilecto
y
grande. Habíalo tronchado á golpes incle ·
mentes el Hombre del hacha.
¡
Ah
!
¿
dónde estaba el
Hércüles que se atreviese
á
descuajarlo ? Las centena–
rias, poderosas raíces hundíanse en lo más firn1e de la
tierra, entraña que lo había parido, únic::l madre digna
de
él. ..
El silencio nos envolvía como una atmósfera sobre–
natural. Murmuraban en- la condolida brisa remero-