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PRÓLOGO
das estas especies y diferencias de disimulo, que más tienen de transparen–
tes velos que de intencionados disfraces, repugnan de suyo á la noción que
instintivamente nos formamos de la legítima é indu,dable seudonimia.
No negaremos, sin embargo, que aun en ellas puede haber con frecuen–
cia propósito de engañar á los incautos. Tal sucede cuando el autor se
arroga una condición, grado
ó
empleo de que carece, ó ·quizá se apropia
un título aj eno con que honrarse ó con que expresar su dictamen con más
libertad
y
menos peligro de ser descubierto.
Pues, ¿qué razón puede haber, se nos dirá, para que no hallen cabida
en el gremio de las llamadas seudónimas, las que aparecen revestidas de
semejantes cualidades?
A
decir verdad, ningun a se nos ocurre que pueda estimarse valedera,
si sólo fija mos
fa
ate nción en la naturaleza íntima de lo que debió de dar
orige n ó servir de pretexto al· uso cada vez más irregular de la seudoni–
mia. P or lo que, al considerar bajo ese aspecto las obra.s de que tratamos;
tal vez nos asaltan tentaciones de asentir á la opinión de los que juzgan
que se comete una verdadera inj usticia en quererlas desposeer del dere–
cho que pudieran alegar en su favo r ; ó que, si tanto no, se las condena,
por lo menos, á andar errantes en los libros de la especie del nuestro, en
busca de un rincón donde acogerse, con riesgo de no hallarle seguro en
ninguna parte. Pues, si bien es cierto que puede haber bibliógrafos cari–
tativos que, guiados por noticias secretas sobre la tal cual suposición de
sus legítimos autores, les den asilo en la sección r eservada á las seudóni–
mas, puede haberlos asimismo ,
y
los hay, que, viéndolas sin nombre
y
apellido de quien las reconozca por suyas, las declaren legalmente anóni-.
mas,
y
las echen en la piedra, como vulgarmente se dice, ni más ni menos
que si fueran verdaderos expósitos del dominio literario de la bibliogra–
fía. Sólo que pudiera ocurrir también, por el contrario, que hubiese más de
u no entre los dedicados á recoger las obras sinceramente anónimas, que
se imaginara que en este particular debe prevalecer la vergonzante supo–
sición
y
fraude sobre la falta del verdadero nombre. Gracias á que, al fin,
en tal encuentro de opiniones cada uno es dueño, especialmente en la prác–
tica , de seguir la que mejor le 'pareciere , ó más allegada á sus ideas.
Cuanto
á
las nuestras, hemos de confesar que en la presente materia
no nos hubiera disgustado un sistema en que, para clasificar las obras que
no llevan expreso
y
terminante el nombre de su autor, verdadero ó su–
puesto, sino que se contentan con una, verdadera también ó supuesta, alu–
sión ó referencia á su persona, se estableciera la siguiente regla tan sen–
cilla como racional: es á saber, que se pusieran á un lado aquéllas en que
la alusión se ajustara á la persona del verdadero autor,
y á
otro las demás
en que no e realizara la condición que decimos;
y
que , hecha esta di
vi-