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la unanimidad moral. No hay, pues, argucia posible; galicanos
y
ultra–
montanos no tienen otro remedio que unirse en una misma fe.
Las obras de Dios son todas admirables . La Iglesia dirigida por el
Espíritu Santo nada puede hacer que sea inoportuno. J.o que así parece
á los hombres no lo es en realidad: la historia nos lo demuestra en
cada una de sus páginas,
y
Dios nos lo hace conocer con la mayor cla–
ridad en nuestros dias.
El 18 de Julio el soberano pontífice Pío IX ha definido
sacro appro–
bante Concilio
el dogma de la ·infalibilidad pontificia, que es cierta–
mente el triunfo del catolicismo sobre el racionalismo moderno, la res–
tauracion de la autoridad y la derrota de la revolucion. Al día siguiente
la Francia declara la guerra á Prusia, y el mundo se prepara á presen–
ciar ese crímen que va á convertir en rios de sangre las fértiles campi–
ñas de la Alemania, porque crímenes toda guerra injustificada como lo
es seguramente la que en los momentos que estas líneas escribimos
arrastra al sepulcro la lozana juventud de dos poderosos pueblos llevan–
do el luto y la desesperacion al seno de millares de familias.
No es posible al hombre registrar los arcanos de la Providencia ni
leer en el libro del porvenir; sin embargo la experiencia adquirida por
el estudio de la historia de la humanidad hace á veces entrever, aunque
entre tupidos velos, sucesos que aun no se han
w~rificado.
El César
frances, el que dirige los destinos de un gran pueblo y que se honra
con el título de cristianísimo, y que despues de haber visto impasible el
inicuo despojo hecho en los Estados del Santo Padre por la desmedida
ambicion de un monarca que á todo trance se propuso extender sus do–
minios, ha custodiado con los soldados del imperio el resto que aun ha
quedado del patrimonio de san Pedro: en los momentos en que más
necesidad tiene del auxilio del Dios de las batallas empieza la guerra
retirando sus tropas de los Estados Pontificios y abandonando al Vicario
de Jesucristo á merced de sus enemigos, si bien manifiesta confiar en
la palabra de fid elidad y proteccion del titulado rey de Italia, debiéndo–
se decir en honor de la verdad que en las promesas de tal rey no pue–
den confiar ni el Papa, ni el mismo Napoleon, ni ninguno de los católi–
~os
del mundo. Lo acabamos de decir: no sabemos leer en el libro del
porvenir, y por lo tanto ignoramos cuál sea el desenlace del terrible
drama.que se representa en las orillas del Rhin; pero todo hace presu–
mir que el soberbio será humillado, y que el que se aparta de Dios
abandonando al que le representa en la tierra, no se gloriará con los
laureles de la victoria: empero , sea que Dios en sus altos
é
incompren-