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combaten, y su alma solo se ocupa de los peligros de la

Iglesia y de

Jos

enemigos de la verdad.

Se añade

.9.ue

el

seg~do

es el mejor argumento en

favor del pr

1mer

o. Tamb1en es un error.

Lo verdadero es que estos dos documentos solo se en·

lazan por las fechas.

En el uno, dos poderosos soberanos de dos grandes

paises disponen de su vecino, pequeño soberano de un

pequeñísimo país; es un negocio de politica.

En el otro, el representante mas elevado de Dios en

la tierra se dirige, no á tal 6 cual rey, á tal 6 cual pue·

blo

y

á taló cual opiníon, sino á todos los obispos es–

tablecidos en la superficie de la tierra, desde el Cana·

dá hasta la China y desde Inglaterra al África; es cues–

tion de religion.

La política y la religion dan asi al mundo su medida;

en una parte, no Jo mego, está el poder; pero en la otra

está la grandeza.

Algunos de mis amigos hubieran deseado que solo

hablase de uno de los documentos, de la

Encíclica

y no

del

Convenio.

¿Para qué, me decían, hablar de un convenio en el

que nadie piensa ya?

Precisamente quiero hablar de él por esta razon.

Sé muy bien que la especta'Cion del público es mas

vi–

va actualmente sobre la Enciclica; pero no escribo pa–

ra satisfacer la curiosidad pública, sino para la Iglesia

y para la Santa Sede, que es donde veo el peligro.

No se piensa ya en el

Convenio.-

Vosotros tal vez,

pero piensan otros. ¿Deja de ser por eso la amenazo.

suspensa

é

inminente sobre la soberanía pontificia?

Sin el

Convenio,

estoy convencido de que no se hubie·

re. hecho tanto ruido so pretexto de

b

Encíclica.

Si reuno, pues, estos dos documentos tan diversos, es

para desenmascarar una tácticadOma.siado visible.

Es manifiesto que Jos periódicos

y

lo enemigos de la

Iglesia quieren en adelante hablar lo menos que sea po–

sible del

Convenio

y tenerlo en reserva para el momen–

to oportuno, como una arma oculta debajo de la capa.

Les veo en tanto publicar, exagerar la

Encíclica,

~Jum-