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de los Apóstoles Pedro y Pablo,

y

por la san–

gre de millares de confesores de Cristo, que

la dejaron por herencia preciosa sus huesos,

benditos, esos huesos que se estremeéieron pa–

ra decir, «no hay semejante

á

DioS">>. Algo mas

merece la Ciudad Santa, Cátedra del U niver–

so,oratorio de la cristiandad, monumento de la

fe de cien y cien generaciones.

La historia nos cuenta, .en sus inmortales

páginas, que los Sumos Pontífices han salido

una y otra vez de Roma, cediendo

á

la violen–

cia; pero que han entrado, vencidos por el rue–

go. Rasgap aun el aire los lamentos del Pe–

trarca, de ese arrebatado poeta italiano, que

no creyó grande

á

Roma é Italia sin el

Papa~

Señor del territorio de la Italia central; y que

le conjuró, una_ y otra vez, para que fues e

á

arrancar el fúnebre crespon de la santa ciudad,

entristecida por su ausencia. Los que quieren

hoy Roma para Italia, no son mas aman tes de

su patria que aquel ilustre vate, honra y prez

de las letras italianas.

·

Y aun cuando la historia no háblase con tan

vigorosa elocuencia, én favor de los derechos

sacrosantos del Padre de la cristiandad

y

del

mas antiguo, pacífico y venerable de los mo–

narcas, víctima hoy de una usurpacion abomi–

nable, los principios de la moral, que son su–

periores á las combinaciones políticas,condenan

abiertamente el atentado que acaba de consu–

marse, y que es un precedente funesto para el

porvenir político del mundo. Si los Estados

de Europa, libres de toda preocupacion guer.–

:rera, llegáran á sancionar pacíficamente el des-

, pojo que la revolucion acaba de sancionar,. no