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BOCETOS HISTÓRICOS

¿

Quién era ese hombre

?

¿

Qué quería

?

249

El monje no era ni un vencido ni un vencedor en ese com–

bate de razas que se disputaban el dominio del mundo,

y

no

obstante se elevaba de entre los escombros de la antigua domi–

nación; pero no para maldecir al bárbaro, sino para bendecir

la diafanidad de su conciencia. Era el símbolo de ese senti–

miento de confraternidad entre los hombres, que salva en me–

dio de los cataclismos históricos, el fondo de las cosas

y

de las

obras humanas, sólo que en este instante supremo el símbolo

se hizo hombre; en ocasiones varias se encarna en una raza

o en una concreción muda

y

perenne, por eso mi11amo con re–

cogimiento austero a la raza judía y sentimos una secreta su–

misión religiosa al evocar las Pirámides

y

el Partenón.

Pero ese hombre vestido de esclavo, con el silicio colgado

en un to co cinturón, descalzos los pies

y

la mirada profunda

e infinüa como dirigida a un ideal, sostenía una cruz. y mar–

chaba imperturbable y con una estoica serenjdad contra la co–

rriente moral del mundo, iba hacia el peligro, miraba sereno

la tempestad y el cataclismo que llegaba con todos los horrores

de la fatalidad incontenible, y soñaba en un triunfo eficaz y

eguro.

¿

Pero cómo

?

¿

No estaba solo, desarmado, debilitado su

cuerpo y condenado ya a la muerte

?

La historia se ha encar–

gado de probarnos que el sueño de ese hombre tuvo una reali–

zación absoluta, qu e su debilidad fué su potencia

y

que sobre

las tendencias de una época y el poder estupendo del mal

y

de

la fatalidad, imperó la secreta fuerza del bien moral, represen–

tado entonces por do armas invencibles: la

cruz,

símbolo de

la caridad y del amor,

y

la

palabra,

símbolo de la razón.

La cruz y la palabra pudieron más que las legiones de Ae–

cio y lo muros de Roma: habían lransformado la familia,

redimido la mujer

y

el esclavo, santificado el matrimonio,

garantizado la castidad, inveTtido los valores de la humildad

y

del orgullo, lo que en el mundo romano fué una revolución

estupenda,

y

preparado la simiente dé Ja civilización cristiana

con riego de sangre; nada igualó la grandeza del fruto nacido

de esa iembra. Cuando pa ó la larga tempestad, la

igualdad

de los hombres ya no se borró de la conciencia humana,

y

con