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otros puntos, hay un capítulo decisivo, el IV, titulado «lo que

vio y lo que oyó». Dicho de otra manera, nos hemos servido

de esas indicaciones como si fuesen fichas de investigación,

que lo son. En que momento de su vasta obra Garcilaso habla

del inca viejo Cusi Huallpa; o de la ceremonia del

«huaracu»

o iniciación militar de los jóvenes; o de qué color era la mula

de Francisco de Carvajal, el Demonio de los Andes; o cuándo

llegaron las primeras gallinas al Cusco, y los bueyes, y los

camellos, asnos y cabras, y sus precios, y sus muchas crías.

Todo eso está ahí, en los ojos asombrados de ese muchacho

cusqueño que no deja de mirar y oye el noble quechua de

sus parientes maternos, y sus llantos, o el desplante de los

guerreros españoles entre ellos mismos, sus querellas y riva–

lidades. El destino nos los guardó para que rememorase en

las tardes serenas de Montilla o en la callada Córdoba, ese

Cusco de su infancia. Entre serranías menos elevadas que

las andinas pero que acaso le dieron, al Inca, paz y tiempo

para la cál ida memoria, y escribir esos fragmentos de vida

que aquí limpiamos de hojarasca propia y ajena. Como aquel

muro incaico libre de aderezos de mi señora t ía de mi historia

inicial. Todo eso que vio y oyó se dice, académicamente:

descripción de un proceso de transculturización que se abre

entre 1539y1560, antes que se fuera aquel muchacho a seguir

estudios, antes que se instalasen las instituciones hispánicas

en Indias. Pero que callen los doctores, por una vez. Que se

silencie el Estrado y el Trono. Que hable el cronista. Testigo

de sí mismo. Que hable Garcilaso.

Abril, 2009

Hugo Neira

Director de la Biblioteca Nacional

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