DE LA
SAl.J;\'A ••
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CAPÍTULO IX.
Cómo afgurros vecinos de fa ciurlctd se pasaron al real de don
Diego de Almngro,
e
de
su
entrada
en ella,
e
cómo
fueron
presos
los capitanes Herrwrrdo Pizarra
e
Gon::alo Pi:::arro
e
otros,
y
del
peligro grarrde r¡ue se vieron, é de cómo el Adelantado
fué
recibido
por
Gobernad~r.
Los grandes pecados de los hombres que vivían en el Perú
fueron parte para que Dios nuestro Señor los castigase,
é
pa–
sasen por tan grandes desaventuras
é
tristes miserias, porque
sus conciencias de todos ellos estaban dañadas
é
no miraban
por otra co a que por allegar grandes tesoros para que des–
pues los soldados pudiesen despender
á
su voluntad , sin se
acordar que las mujeres, hijos
y
hermanos de muchos de ellos
perecian de hambre en España, y que con muy poco que les
enviaran, de lo mucho que
á
ellos los sobraba, pudieran tole–
rar aquella necesidad;
y
en lugar de poner paz, que no se en–
cendiera fu ego tan cruel, andaban con corrillos los que esta–
ban en la ciudad, por sus pasiones
é
rencor que tenian con
Hernando Pizarro, tratando en el recibimiento del Adelantado,
que era clemente, dadivoso, humano para con todos,
y
que al
fin venia por Gobernador, que les podia hacer grandes mer–
cedes. Los de Chile no veian la hora que ya verse en el Cuzco
para aprovecharse de las provincias, creyendo que Almagro
tenía autoridad de repartirlas; mas como las treguas estaban
puestas por mano del contador Juan de Guzman,
é
del ca–
pitan Grabiel de Rojas,
é
del Licenciado Prado, algunos es–
pañoles se fu eron
á
sus casas.
Hernanrlo
é
Gonzalo Pizarro, con hasta veinte españoles, se
quedaron en el aposento del mismo Ilernando Pizarro, teniendo