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DON

LUIS

DE VÉLASCO.

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permitia distinguir los objetos, ni dentro de las

casas, ni en las calles, era disipada en ciertos

instantes por ráfagas de una luz extraña; á me–

nudo surcaban el espacio globos de fuego, que

se quebrantaban con gran estrepito y estrago.

Aterrados los habitantes, uno

imploraban en

las iglesias la misericordia de Dios con desgar.

radores clamores; otros vagaban por las calles

como á tientas y con pasos inciertos; algunos

hubo, que petrificados por el miedo, aguardaban

su próximo fin, ya de los edificios que se der–

rumbaban, ya de las cenizas que quitaban la

r.esp1rac1on, y

en fin ae

los

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hambre. La alt

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vitable; porque

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tras

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día, semana tras sel)'.lana, y llevaba la desola-

cion lo mismo á los campos, que á los pueblos.

Derrumbándose los montes, paralizose el curso

de los ríos,

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se precipitaron por extraños cauces

inundando las campiñ s con estrepitosa y deso–

ladora avenida. El polvo candente cubria los

sembrados. Perecían los ganados y los animales

no domesticados. Los pueblos inmediatos al vol-

ean, desaparecieron con la mayor parte de los

indígenas, que allí moraban. Algunos de estos

apresuraron su trágico destino ; ya arrastrados

:por la supersticion, que les indujó á aplacar al