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HORACIO H. URTEAGA
a María en la recitación del Santísimo Rosario, así dice la
tradición, y agrega: " Fué
ést~
castigo de Dios a las ciuda–
des corrompidas. No les cayó fuego del cielo, corno -en Sodo–
ma y Gornorra, pero, contestando de modo trágico al grito
lascivo de los bailes rie los zaquizamíes de Lima y del Callao,
saiió el mar y reventó la tierra. Los penitentes que sobre–
vivieron a la catástrofe y lavaron sus sucias conc·iencias,
declararon públicamente que, bailando en traje adánico en
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suburbios del puerto, los negros cantaban esta copla:
Que se quema el zango,
no se quemará.
Se saldrá la mar
y lo apagará.
En pocas horas, Lima se vió reducida a escombros: do
palacios, la Universidad, la Moneda, el Cabildo, diedseis co–
legios, treintiseis conventos, el Santuario de Santa Rosa, do"
casas d·e ejercicios, las cárceles, numerosos establecimientos
de rniserkordia, unas setenta iglesias y todas las casas par–
ticulares de la ciudad, a excepción de veinticinco, quedaron
en escombros. Al igual del desastre fué el dolor. Entre las
nubes de polvo se oían los llantos y los alaridos, los gritos
de socorro y de piedad partían de todas las bocas, y las esce–
nas más conmovedoras atormentaban el corazón. Madres
que llamaban a sus hijos, hijos a sus padres; voces que den–
tro de los escombros pedían misericordia y a qu·ienes no se
podía auxiliar; y entre la multitud que corría despavorida
se veían gentes semi-desnudas, heridas muchas, y monjas
enclaustradas que daban gritos de misericordia que infun–
dían espanto ". ·
Como siempre ocurre después de esta clase de fenóme–
nos, un sentimiento exagerado de piedad sucedió al desen–
freno y a la licencia que habían dominado en el pueblo. La ·igle–
sia se aprovechó del cataclismo, con la altísima sabiduría que
usa en estos casos, para intensificar los sentimientos piado-