aproximada- hasta adónde alcanzaba el
Imperio de los Kolla-aimaras. (Figs. 1 y .
2).
Sus fronteras -según las anteriores
informaciones- se perdían en la lejanía
de los territorios norteños: peruanos, bra–
sileños, colombianos, ecuatorianos, venezo–
lanos, panameños, mexicanos, etc. ·Así lo
prueba la más ligera ojeada sobre la topo–
nimia de cada uno de los mencionados paí–
ses. Vamos a los ejemplos, esto es, a los
nombres aimaras corrientes por allá. En el
Perú:
Cajamarca, Chosica, Conobamba,
Moquegua, Pamata, Wilcanota, etc.;
EGua–
dor:
Kotopaxi, Pichincha, Cocagua, /laya,
Umagua,
etc.; Colombia:
Cundinamarca,
Cucuta, Cari, Cauca, Cainari, Naya,
etc.;
en Venezuela:
Maragua, Cara, Cama, Car–
ca, Caralaya, Acc•yapa,
et~.;
en México:
Acapulco, Ayar, Cunacan, China, Masahua:
Sahuaripa,
etc.; en Estados Unidos:
Co–
manche, Missisipi, Misuri, Omaha, Huma,
Utah, Zuni,
etc. Por el sud, llegaron a pe–
netrar en tierras argentinas, chilenas, para–
guayas y chaqueñas. Así lo confirma
d
hecho de existir, también, un gran número
de nombres -típicamente aimaras- en los
poblados, regiones, ríos, lagos y montañas
de los países citados. He aquí los ejemplos:
En la Argentina:
Catamarca, Tu'cumán,
]achal, Acay, Caohi, Sumampa,
etc.; en
ChiJ.e:
Aconcagua, Maule, /quique, Quillo–
ta, Coquimbo;
en el Paraguay:
Caracará,
Casapá, Caapucú, Guachis, Piripucú, Taru–
ma,
etc.
Si a tales coincidencias en la toponimia
añadimos el empleo del signo
cordillera
o
escalonado,
la estilización de
cabezas-tro–
feo,
la similitud en las costumbres, creen–
cias religiosas, totémicas y cosmológicas,
así como la analogía de los utensilios pé–
treos, armas, puntas· de flechas y de dardos,
etc., fácilmente arribaremos a la conclusión
de que el señorío de los
kolla-aimaras
alcan–
zaba a todos aquellos países.
Si hasta el presente no s-e ha podido
dihreí'dar quiénes fuei"on los primeros po–
bladores de Europa, Asia y África, tampoco
11
se ha llegado a resolver quiénes ha'bitaron
primitivamente el continente americano y,
por consiguiente, cuáles fueron los origi–
narios mcradores de Tiwanaku. En conse–
cuencia, permanece sin descorrerse el denso
velo que esconde su enigmático origen. A
pesar de los ing·entes esfuerzos realizados
por sabios geólogos, antropologistas, ar–
queólogos y demás científicos, escasamente
se ha conseguido comprobar la existencia
de relaciones y enlaces habidos entre los
continentes subsistentes y los desapareci–
dos; como la
Atlántida
y la
Lemuria.
Co–
nexiones debidas al sinnúmero de migra–
ciones e inmigraciones realizadas entre
uno y otros, durante miles y
miJ.esde años,
a través de los océanos, estrechos e istmos.
Empero, para la consecución de los pro–
pósitos del presente trabajo, creemos que
basta con señalar que, si bien son muy li–
mitados los conocimientos relativos a los
primeros hombres de Tiwanaku, no menos
cierto es que éstos moraban en los bosques,
pliegues y cavernas que el terreno les pro–
porcionaba p&¡a su abrigo y
prote~ción
contra la intemperie y las fieras · dañinas.
Y
que, a medida de su evolución paulatina
y gradual, abandonaron la vida nómada e
independiente y se fueron agrupando en
familias,
aillus
(tribus) y en comunidades,
bajo la autoridad y protección de jefes-cau-
. dillos: los
apus, mallkus, willkas, kurakas;
de sabios, los
amautas;
de médicos, los
ko–
lliris;
de espiritistas, los
chchamacanis;
de
adivinos, los
yatiris;
y de perdona-pecados,
los
jichuris,
para defenderse de sus enemi–
gos, infortunios, enfermedades y superche–
rías.
Paralelamente a estos progresos en la or–
ganización social, se desarrollaron los de
orden, disciplina e instinto religioso; así
como también los de las artes y ciencias,
·en las cuales -posteriormente-- llegaron
a descollar sobre todos los otros pueblos.
De igual modo se ·ha llegado a establecer
que América es uno de los continentes más
remotos de la tierra, y que, al final del
Plioceno
y p rincipios del
Pleistoceno,
apa-