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EL OESPFRTÁR DI! UN PUl!BLO
einperador también la oía; pues ¡detalle chocante!
José II no era incrédulo ni impío; él no quería des–
truir la religión, sino modificarla á su gusto. Excepto
los oficios fijados por Su Majestad Apostólica, todo es–
taba suprimido en gran número de parroquias: no
había lugar para la piedad de los fieles en el edificio
levan tado por el emperador· sacristán.
De la indiferencia religiosa al relajamiento de las
costumbres no _hay más que un paso. Muy pronto fué
dado, y como el pueblo no era exhortado á la oración,
ocupaba sus ociw en otras cosas: la depravación ganó
terreno en todas partes, y el espectáculo ofrecido por
Alemania cuando la Reforin a, amenazó con renovarse á
fines del último siglo.
Desde que un clero se limita á predicar exclusiva–
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la moral, peligran las costumbres: se tuvo la
• '"ueba cuanJo José II excluyó el dogma de la cátedra
de la verdad; el nivel moral del imperio.descendió con
rapidez aterradora; y á no sobrevenir
la
tempestad de
la Revolución francesa, quizás se hubiera dado buena
cuenta del catolicismo en Alemania.
La Revolución ha hecho en EuroF!'I mucho daño,
pero puede también afirmarse que ha tenido su misión
vengadora, y que ha detenido el progresivo desenvol–
vimiento del josefismo. Sin este formidable escobazo,
nadie sabe la suerte que hubiera tenido la religión ca–
tólica en el país ge rmánico.