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les; son el encadenamiento de lo diabólico y lo d'ivino; y en la aparente estulticia de a veces sonde,

eterna, la gracia.

Las leyendas aquí recopiladas podrían, en una estricta clasificación folklórica ser clasificadas

de literarias, no ·obstante los rasgos que hemos apuntado anteriormente. O son, más bien, como un des–

prendimiento de sobrecogedora mitología, un trasunto que muchas veces se vuelve humorada.

Los alumnos de Jiménez Borja han precis'ldo sin retórica, el sentido verdadero de la leyen–

da recogida. Enjundiosas, vibra ntes, están ante los ojos del lector. Y están también aquí la plástica

belleza de algunas imágenes que constituyen precioso ornamento de estas anónimas creaciones. La pl:–

reza primitiva del discurso está indicada por estas imágenes potentes, precisas. A sí la leyenda intitu–

lada " La Achiqué" en la cual asistimos tan pa téticamente a la persecución implacable que hace la

bruja de los des niños. amparados en su huida por todos aquellos a quienes encuentran, acaba con

estas bellas pa labras, que nos hacen ver que el recopilador es un noble poeta :

"Seguían subiendo los niños al país de las nubes. La soga se mecía en el cielo como un in·

menso tallo".

Esta misma scbriedad, esta misma predsión aparece en la leyenda intitulada " La serpiente, el

tigre y la tortuga ".

"Cua ndo de noche llegaba la serpiente a las má rgenes arenosas del río, la luna prendía su

piel". Y esta expresión de poética verdad se junta, en su justeza y en su exquisitez a aquella en

que murmura la intención rebosante de malicia:

" La tortuga era fea y era chata, pero no era tonta del todo".

Empero parecería, dado el fervor con que comentamos estas expresiones, que quisiéramos como

escogerlas en antología fuera de la unidad esencial de la leyenda. No es así. Expresamos sí nues–

tro entusiasmo por giros que, a unque aparentemente intrascendentes, crean al rela to una atmósfera de

pulcritud estética en la que con alegría nos situamos.

Mayormente advertimos la actuación de los animales. E stamos, pues, en el dominio del apó–

logo o de la fábula; e inconscientemente pensamos en un a nónimo La Fontaine indígena por la ob–

servación aguda de la criatura humana, porque la piel de los ofidios u otros personajes zoológicos no

hacen sino cubrir al hombre con sus pasiones, con sus vicios.

Sabido es que desde la más remota antigüedad se halla profundamente arraigada en el ser

humano la creencia de su reencarnación en seres inferiores. Que esta misma creencia' se conforma con

el espíritu de civilizaciones opuestas, de latitudes contrarias. En nuestras serranías perviven, con hosco

fanatismo estas ideas. Asistimos entonces, en la breve colección de apólogos seleccionados por Ji–

ménez Borja, a un desfil e zoológico que tiene estrecha correlación con el mundo infernal de los com–

plejos huma nos. E stán allí la serpiente, elevada desde su antropomorfismo a la condición divina de

madre del a gua; pero también ha de representar su sabido papel -tan humano- de la ponzoña del

hombre cuando quiere matar a quien le ha salvado la vida. Y están el gusano devorador de maiz,

jactancioso y al fin vencido; y el ti gre ágil; y la tortuga, boba, pero no tanto como para dejarse de–

vorar por el tigre; y el asno, panza arriba, y no ta n lerdo como dicen, puesto que supo vencer a la

zorra.

Y aquí caemos en el gran actor de esta "comedia humana "; escurridiz{), perverso - ¡ay, y tan–

tas veces simpático!- siempre astuto, casi, diríamos disfrazado P anurgo. Es el zorro. Se asimila

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'aquél por su elocuencia, por su garbo, por su trajín y sobre todo por su olfato. Es el preclásico zo–

rro de los " fablia ux" ; pero su entuerto es el perclásico de siempre. E l zorro aparece como la yer–

ba. Cae de no se sabe cuál árbol, salta de inubicable punto, asoma -como su pariente el puma a

quien también engaña - de una bocamina y acecha en su socavón. Pasa el asno trotón, panzudo

al alba serrana, y le sale al encuentro un zorro. "Aquí estoy, señor asno". Y sigue la charla. El sofis–

ta dice que no es el alba; que es noche cerrada. Y si cien personas le escucharan, acabarían por creer–

le. -Es noche cerrada- repetirían. Pero no siempre sale vencedor el zorro. Su dialéctica le pierde

mil veces. N o era P anur go.