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N

O aspiramos en estas líneas a dar una definición de lo folklórico, ni una determinación última de

la mentalidad costeña, de

lo criollo " que es lo vernáculo, lo a uténtico, la síntesis de la nacio–

nalidad", en oposición al espíritu elemental de la serranía.

E stas líneas son, exclusivamente, la cons–

tatación de un gozo sincero por la labor, difícil y sencilla a un mismo tiempo, llevada a cabo por A r–

turo Jiménez Borja y sus discípulos de la Universidad C atólica.

H a n ido Jiménez Borja y sus alumnos, al recopila r las narraciones que integran este

libro, al

corazón mismo de la leyenda. No importa que esta recopilación no tenga a nexados cantares indígenas

-queja doliente, mal de

ausenc~-o

entonaciones de la costa -gracia y lisura del tondero-cantares

indígenas que da al libro de V ienrich "Azucenas Quechuas" un carácter distintivo.

Pudo, de todos

modos, haber recopilado, seguramente Jiménez Borja estas expresiones que, brotando de la intimidad

del nativo, se reproducen en millares de labios y que forman, ta nto o más que la leyenda, por

St¡

bre–

vedad e intensidad, como una prisión lírica en la que con amor nos encerramos; pero ha querido, de–

liberadamente, quedarse sólo en la leyenda, en es3 también pura expresión popula r que es poesía mu–

chas veces y que nos ayuda, a un en opuestos climas sentimentales, a desentrañar procesos de nues–

tra intimidad.

Ya Luis A lberto Sánchez, en su "Historia de la Literatura P eruana", nos hizo el esquema de

los que hurgaron en el folklore peruano; y hubieron de venir a su pluma nombres que como

lo$

D 'H arcourt penetraron, en su " Musique Indienne" con tanta devoción en él.

La labor de A rturo Jiménez Borja tiene su modo propio.

El ha recopilado aquellas

leyend;-,s

que pueden alegrar al niño y hacer meditar al hombre; aquellas que, de un lado, son ricas en ternura;

otras, diremos, exaltadas por un sentido trágico.

P ero en ambos casos ha puesto IJmites a su labor,

no en lo que es un escafimar sensaciones que se ha n de dar siempre en el lector, sino que, a tendiendo,

tal vez, al consejo de T agore de que para acercarse al niño hay que volverse niño, ha eludido en las

leyendas todo aquello que no vaya directamente al alma.

El acervo de crítica de nuestro problema i:Jdígena no es ya, en nuestros días, tan reducido co–

mo lo fué hasta hace poco. C erteros ensayos de interpretación han sido publicados últimamente. Len–

ta, espesa literatura se había hecho antes. N os presentaban casi siempre a un indio de irresponsabli!

pasividad, y en su contorno, manidas protestas, sensiblería. Antes, entre otras pocas, sólo la voz apo–

calíptica de P rada y en su imprecación, alentando, muchas veces, su ternura. No van estas palabras a

la legitimación de los derechos indígenas.

A

través de esta recopilación percibimos cada vez más

nítida la sensibilidad de nuestro indio - ya sea el de la puna, con su paisaje de melancolía, o el de

la costa. Van pues estas palabras al elogio de su intimidad.

Una imagen espiritual alienta siempre en

d

fondo de estas leyendas, la cual corresponde tam–

bién, como alguien decía al estudiar otra zona del folklore americano, a un determinado mundo ético,

religioso, socia l y transparente algunos de sus músculos vivos. Son la sucesión de símbolos ancestra-