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trigeño,
lo ponía aún más guapo.
Rosalía
le estaba
mirai1~do
de
uh
recodo. Salió
a
su
encuentro.
-Buenas tardes, Benjamín.
-Buenas tardes, prima.
-Te
lucistP, de mañana en el sermón.
Benjamín bajó los ojos con marcado seño.
Rosalía,
como una persona muda, que se Psforzase
por hablar, le dijo.
-¿Ya sabes?
-Sí. Ya sé. Que pa ado mañana te casas con Paoho.
El Sacerdote
logró sonreír. Iba
a contirmar su cami-
no.
Rosalia exte11dió tímidamente
la mano, como querién-
dole detener.
-Benjamín, yo siempre te he querido.
-¿Sí?
Había una involuntaria y dura iTonía en el monosílabo
del sacerdote.
-Dios no me ha de castigar, si en mi mente nunca
te podré olvidar.
-Hazlo. Así lo manda Dios.
El sacerdote puso
en sus palabras un
frío
glaoial.
Quería
salirse del paso. CortaT la conversadón.
-Benjamín, jyo no te merecía! Tu eras mejor que to–
dos nosotros
en
el pueblo. Yo no te merecía. Conmigci hu–
bieras
sido un
chacarero.
Y tú debías ser
'1'11
hombre gran–
de. Las 'parroquias ta.mbién han d11do hombres gn.ndes .
.
.
Yo no te merecía .
.
. De que te hayas hecho
sacerdote~
yo
:me he alegrado nomo nadie. Se que ah.ora
~ll'es
muy
estudiado. Benja ¿no
~tás
contento? .
.
. Creí quie no te
acordabas ya de nad'a. Pern
~sta
mañana, en
el
sermón,