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HORACIO H. URTEAGA

dos por algunos de los muchos visitantes o refugiados en ese

lugar.

La casa de doña Leonor Portocarrero, que había esca–

pado a la confiscación de los bienes, sirvió de

asilo

a las dos

mujeres. Estaba situada en la esquina que forma las caUes

de Concha y Nápoles. Allí encerradas solicitron del Arzobis–

po licencia para fundar un monasterio de monjas agusti–

nas, y tuvieron por protector y abogado al Prelado de Sai1

Agustín, fray Andrés de Santa María. Concedida la licencü1,

se inauguró el monasterio, primero que hubo en el Perú, el

28

de mayo de

1558,

día de la Encarnación, tomando doña

Leonor y doña Mencía, el hábito. La casa se arregló del mejo:·

modo para que sirviera de convento, el que se bautizó con el

nombre del

Monasterio de Nuestra Señora de los R emedi11s.

Ni la situación ni el nombre corresponden a lo que hoy es el

convento e iglesia de la Encarnación.

¿

Qué motivó ei::tc

cambio

?

Y aquí vá la parte curiosa de esta crónica.

Seguramente. el abogado

y

protector de las fundadorai:;,

el padre Andrés de Santa María, era hombre aferrado a prejui–

cios aristocráticos

y

preocupaciones místicas, pues creía que el

sacerdote

y

la monja. habían de ser, si no de la más alta no–

bleza, al menos de pura raza española y de ascendencia legi–

tima

y

limpia. Al altar no podían llegar sino los

selecto..,,

y

las esposas del Señor no habían de ser sino las

escogidas.

Por

eso, al establecer los estatutos del nuevo monasterio, impuso

que las profesas no podían ser mestizas, ni siquiera criollas ;

que habían de tener dote saneada y ser hijas legítimas de pa–

dres también legítimos. Semejante regla fundaba una orden

privilegiada en la naciente colonia.

y

la acreditaba sobrema–

nera; por eso todos encontraron acertada la imposición del

padre Santa María, y doña Leonor

y

doña Mencía la acep–

taron sin observación. Pero era el caso que los sentimientos

de piedad se desarrollaban lentos en la naciente colonia

y

eran pocas las aspirantes al hábito; además, las fundadoras

eran pobres,

y

las limosnas, si bien llegaban al monasterio, no

eran tantas

ni

fan cuantío ::is para sostener un numeroso per–

sonal. Por fin, el marqués de Cañete

s~

propuso acredi–

tarlo

y

le dió una cuantiosa limosna, estimulando el ingre o