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HORACIO H. URTEAGA

su piedad y de sus voluntarios suplicios, nos hace pensar

en

la

religión del cilicio y de la catacumba, que no es la Re–

ligión de Cristo, amorosa de la vida y de la belleza, de la ale–

gría, de la paz

y

de la esperanza, porque la catacumba y el

cilicio apenas si representan la reacción contra la vida paga–

na que allá, en Europa, se extinguió con las Cruzadas; pero

que llegó a América con cinco siglos de atraso, conducida

por E,spaña, que representaba aún a la Edad Media.

Después de t r escientos años (

1

)

en que esa mujer ad–

mirable, heroica en virtudes, modelo de trabajo y de pacien–

cia, símbolo de la ca1'Ídad expansiva y fecunda, después de

una t riple centuria que dejó este mundo ,para merecer la apo–

teosis a sus méritos, hoy, los hombres que estamos ilumina–

dos por las luces de un siglo que ha pretendido trasmutar los

grandes valores de la moral humana, nos inclinamos con

veneración ante el sepulcro de esa mujer, que mejor que nos–

otros supo

sembrar

y

recoge/' el fruto de su siembra,

y

reconocemos sin vacilación, que el heroísmo para merecer la

inmortalidad ha de ser una suprema abnegación por el bien

de los hombres, cual lo proclamara J esús en u sublime

Sel'–

món de la Montaña.

(1) .-Este ligero estudio biográfico

fué

escrito para el dial'io

"La rónica", conmemorando el III centenario de la muerte <le la vir–

gen limeña.