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la expresión del dolor, formando parte integrante de ese
proceso imaginativo que, del cuento y de la tradición,
llega a través de la cosmogonía y de la leyenda, a la ve–
racidad de la historia.
Las monografías de Urteaga, no se limitan a la
época preincaica y al Imperio de los Incas. Su afán de
investigación se detiene también en aquellos días crea–
dores, admirables de valor y energía, en que la raza
española realiza las hazafias más estupendas y muestra
una pujanza no superada en la historia. Las guerras
civiles de los conquistadores pasan a nuestra vista
deslumbrantes. La ensangrentada y shakespiriana
figura de un Hernández Girón, en cuyo pecho como en
el de Gonzalo Pizarro y en el de Carbajal, la aventura
de la conquista se comp:teta con la aventura de la rebe–
lión, precursora de la independencia de un continente;
y la romancesca figura de su esposa doña Mencía, la
r€ina del Perú, estrella de.amor
y
de piedad en el trá–
gico cielo del guerrero, que después de pelear como una
amazona, viste el hábito del penitente para encerrarse·
E:ll
un claustro y funda al fin un convento como un vi–
dente medioeval, nos recuerdan, por el colorido y el sa–
bor, al maestro incomparable de la tradición, nuestro
D. Ricardo Palma.
En la República, lo atrae el material épico, acu–
mulado por la fatalidad. La figura homérica del mar–
tir de Arica, no se empequeñece en la· sobria relación
con que nos pinta la sugeestión del deber;
el es–
tvico
y
magnífico desprecio por la muerte, que ca–
racterizan al soldado, en quien la llama patriótic;:i. ad–
quiere un imperativo religioso
y
despierta la sed de un
sacrificio destinado a iluminar el más injusto
y
el más
cruel de los calvarios.
En resumen, el libro de Urteaga, si no contiene